Ordenación y Primera Misa de Fray Alejandro

Ordenación y Primera Misa de Fray Alejandro

TESTIMONIO DE FRAY ALEJANDRO

Durante este fin de semana he vivido unos días intensamente felices y,
seguramente, puedo decir que han sido los días más felices de toda mi vida. Y no por mí,
sino por puro don del Señor, he comprendido una vez más el grito del salmista: “Dios mío,
¡qué grande eres!” (Sal. 103). La ordenación sacerdotal era algo que, aunque inminente,
veía como muy lejano. Uno se da cuenta de que nunca estará suficientemente
preparado para recibir el don del ministerio presbiteral. Y, sin embargo, ese día ha
llegado y lo ha hecho seguramente renovando y alegrando no solamente mi corazón,
sino el de todos los que han podido acompañarme.
Estos días increíbles comenzaban preparando mi corazón con el precioso regalo
de la vigilia que el viernes pude compartir con los chicos de confirmación de LifeTeen y
el grupo de los universitarios de Generación Tau, un regalo para poder volver a pasar por
el corazón la historia de salvación que Dios ha hecho en mi vida al compartir mi
testimonio vocacional con ellos. Un increíble momento de familia donde me he dado
cuenta de que el testimonio de mi vida está jalonado de tantas personas que Dios ha
puesto en mi camino y han ido configurando mi corazón sacerdotal. Le pido al Señor que
estos jóvenes con quienes he podido compartir mi vida se pongan, como yo lo hice un
día, a tiro de su llamada, porque ahí radica toda nuestra felicidad. Tras compartir un
breve testimonio, nos pusimos cara a cara del Buen Pastor en el Santísimo y, adorándolo,
velamos armas. Agradezco a todos los hermanos y jóvenes por haberme acompañado y
regalado ese momento de vigilia delante de Jesús en que, como a sus apóstoles, me llamó
por mi nombre.
El sábado 27 de abril llegaba el día central, la ordenación sacerdotal. Dios es tremendo,
entrar en la catedral y salir… sacerdote de Jesucristo. Jamás comprenderemos
plenamente lo que en esas dos horas de celebración se le dio a la Iglesia. Cristo renovaba
su alianza al decir una vez más: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo” (Mt 28, 16). El envío del Espíritu Santo en la imposición de las manos, la
unción con el Santo Crisma de las manos que van a consagrar, a perdonar… la entrega de
los dones del Pueblo de Dios para que sean Cuerpo y Sangre de Cristo, y la consagración,
con todo el presbiterio presidido por el obispo diciendo con Cristo: “Esto es mi Cuerpo,
esta es mi Sangre”. La catedral desbordaba de alegría en un día luminoso de
resurrección, el gozo por la certeza de que los once pobres hombres que entrábamos a
pedir el presbiterado, por gracia, salíamos sacerdotes. Esta alegría casi hace, como dijo
una buena amiga, que pase a batir el récord Guinness del cura que menos ha durado. ¡El
manteo en la plaza de la catedral fue de vértigo! Y una preciosa expresión de la alegría
común que rebosaba en nuestros corazones: las pancartas, las camisetas, los saltos de
alegría… El Pueblo de Dios me hacía ver, si aún no lo entendía bien, que la alegría y el
don no eran cerradamente míos, sino la alegría y el don de todos.
El domingo 28, en Santa Clara, celebrábamos el tradicional cantamisa, ¡mi primera misa como
sacerdote! Realmente estaba emocionado y por mi corazón pasaban las palabras de san
Francisco: “¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo
exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios
vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime!”. Y
realmente, cuando con mis manos elevaba el pan y el cáliz no podía dejar de temblar de
emoción y gozo. Mi deseo puesto en Dios y para bien de todas las personas es que cada
misa que celebre sea como la primera misa, la única misa, mi última misa; aunque nadie
me espere “al otro lado del puente”. Agradezco a todas las personas que estuvieron en
la misa su devoción y profundo amor a la eucaristía y al sacerdocio durante el
besamanos.
Guardaré siempre, en mi corazón y en mi memoria, estos días de Alianza con
Dios y repetiré siempre: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu
mano” (SAL. 15). Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.

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